El silencio antes de la nota

Todo comienza con un silencio.

No ese silencio incómodo que se cuela entre frases vacías,

sino ese otro —el que precede a la primera nota.

El que contiene la promesa de algo verdadero.

Estoy en la carretera, dejando atrás París, Londres, las ciudades donde aprendí a sobrevivir tocando en plazas, en estaciones, en fiestas que terminaban mal. Atrás queda una vida que me dio mucho —amigos, escenarios, amor incluso— pero también me arrastró a lugares oscuros.

Ahora solo tengo lo esencial:

Cinco hang drums, una conga vieja, un djembe, mi furgoneta Peugeot que ya debería haber muerto tres veces… y Fidel, mi chihuahua, que duerme con una paz envidiable a mi lado.

Voy rumbo al sur.

A una comunidad que vive en las montañas, a poco más de una hora de Barcelona.

Un amigo, Rémy, me habló de ellos. Lo voy a llevar desde Burdeos hacia la comunidad en unos pocos días.

Dice que cultivan más de la mitad de lo que comen.

Que cocinan juntos, trabajan la tierra juntos, y lo más bonito: que por las noches se sientan alrededor del fuego y simplemente… tocan.

Eso me conmueve.

Porque durante años he vivido tocando para otros, para llenar la olla o el ego.

Pero lo que busco ahora es distinto.

Busco un lugar donde tocar sea compartir, no impresionar.

Donde el ritmo marque el día y no las notificaciones del móvil.

Donde la música no se grabe en un estudio aséptico, sino que respire el aire de los pinos, el canto de los pájaros, el crujido de la leña.

No sé si ese lugar existe aún para mí.

No sé si tengo las manos limpias como para empezar de cero.

Pero hay algo que me llama, algo que me dice que este es el primer paso hacia La Melodía.

Quizás no sea más que una visita.

Quizás me quede unos días, ayude en la huerta, escuche más de lo que hable.

Pero algo en mí dice que allí empieza todo.

No con un mapa, sino con una intuición.

Con ese silencio, justo antes de la nota.

Gracias por leer.

Esto apenas comienza.

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