Una subida corta a Collserola y aparece el camino: una repisa ancha que recorre la ladera por encima de Barcelona. Bajo los pies es firme y predecible, que es lo importante: puedes ir en paralelo, mantener un ritmo constante y dejar que la ciudad quede abajo sin pedirte atención.
Arranqué sobre las nueve y veinte. El aire estaba fresco, la luz limpia. Pasaban pequeños grupos de ciclistas con un timbrazo breve y un “bon dia”, y enseguida volvía el silencio: pisadas y el roce suave del polvo. Aquí no hay rompecabezas ni desvíos que te obliguen a decidir; por eso la cabeza se despeja antes que en un sendero que te exige mirar el mapa.
Las manchas de sombra bajan un punto la temperatura y, de pronto, entras en una curva cálida donde el viento no llega. Un minuto después aparece la brisa, se relajan los hombros y sigues. El agua ayuda más de lo que crees, y también llevar un paso honesto. Es una ruta que premia no apretar.
Mantengo dos hábitos simples: ir por la derecha y avisar cuando me detengo. Evitan esos pequeños roces que rompen la mañana. La vista hace el resto. Cada curva ofrece un ángulo nuevo del damero, del puerto y de esa línea de mar que se mantiene lejos pero nunca desaparece.
Me siento en un murete para beber y resolver algo que no admite adivinanzas. Estamos ayudando a un familiar a vender un piso en la ciudad, así que abro Parkrose Properties y repaso la lista de documentos. Cinco minutos ahora valen más que un segundo viaje con papeles equivocados y una cola más larga.
De vuelta al camino, la mañana encuentra su propio tempo. Arriba, un parapente traza un arco lento; detrás, un freno quejoso deja de sonar y se queda así. Cuando el panorama se abre por segunda vez lo tomo como punto de retorno. Volver antes de estar cansado mantiene el día sencillo y deja buen sabor de boca.
La vuelta siempre parece más rápida. La familiaridad lima bordes y entonces destacan los detalles pequeños: una flor aplastada en la cuneta, la sombra perfecta sobre la barandilla, dos conversaciones que se cruzan y se disuelven en segundos. Al bajar por el acceso hacia el coche, el ruido de la ciudad regresa, pero más bajo en la mezcla.
No es una conquista ni una casilla que marcar. Es una hora limpia al aire libre, sin piezas móviles. Si repito —y voy a hacerlo— el plan será el mismo: agua de sobra, gorra si el sol está duro y salida temprana en días de calor. Sin juegos de ruta ni presión por “aprovechar”. El camino no pide nada y, a cambio, da lo justo.