El camino hacia la comunidad parecía sacado de otro continente.
Carreteras de tierra rojiza, curvas estrechas entre colinas verdes, con la ciudad de Terrassa esfumándose poco a poco en el retrovisor.
A medida que subíamos, la cobertura del móvil desaparecía, y con ella, la sensación de estar en Europa.
Rémy me guiaba con una sonrisa tranquila, como si me llevara a un lugar sagrado.
Y al llegar… entendí por qué.
Casas de adobe y madera, algunas con formas que parecen inspiradas por hongos o cuentos de hadas.
Cob bricks, techos de paja, paneles solares inclinados como alas. Todo construido por las propias manos de quienes viven aquí.
Gallinas picoteando entre los olivos.
Una huerta que huele a tierra viva, con tomates gruesos, pimientos dulces, calabazas que parecen de otro mundo.
Una cocina comunal con mesas largas, ollas enormes, especias en tarros reciclados y alguien siempre cortando cebollas para el guiso del día.
Y música.
Siempre hay música.
Por las noches, la gente se reúne alrededor de una fogata, saca guitarras, flautas, tambores.
Se canta en muchos idiomas, a veces desafinados, pero con alma.
No hay público, no hay ego. Solo ritmo compartido.
Los que viven aquí son de todo tipo.
Está Carla, que dejó su vida como enfermera en Madrid después de un burnout.
Ahora cultiva lavanda y prepara aceites esenciales.
Jules, un suizo que llegó para quedarse una semana y lleva tres años construyendo su casa en espiral, sin planos.
Luna, argentina, con voz ronca y mirada de selva, que da talleres de voz y yoga al amanecer.
Óscar, un francés que cocina como un dios y toca el clarinete como si llorara por dentro.
Es fácil enamorarse del lugar.
De su calma.
De la autenticidad con la que se vive.
Pero pronto empecé a ver algo que me dolía.
Algo que me recordaba por qué me fui de ciertas ciudades.
Las drogas.
No hablo solo de marihuana —eso no me molesta.
Yo mismo la fumo con respeto, como parte de mi ritual.
Pero aquí, muchos se pierden en un ciclo de psilocibina, LSD, MDMA, ayahuasca, ketamina…
Lo llaman expansión de conciencia.
Pero desde fuera, muchas veces parece evasión.
Una forma de no enfrentar la vida real.
De no tener propósito.
He visto ojos vacíos.
Charlas circulares.
Proyectos que nunca arrancan.
Sueños que se deshacen al amanecer de una noche muy larga.
Y me duele.
Porque este lugar podría ser mágico.
Podría ser semilla.
Pero sin un propósito, sin una dirección…
es fácil quedarse estancado.
Y yo…
yo vine a construir algo.
La Melodía no será un escape.
Será un centro.
Un lugar para grabar, componer, vivir.
Sí, habrá libertad.
Sí, habrá risas y fuego y tambores.
Pero también habrá un propósito mayor:
hacer música que sane, que hable, que permanezca.
Este lugar me ha inspirado.
Me ha mostrado lo que amo —y lo que quiero evitar.
Me voy pronto.
Pero me voy con más claridad.
Sigo buscando.
Mi lugar está ahí fuera.
Y sé que cuando lo vea, lo sabré.
Será como una canción empezando a sonar, suave, en Re menor.