El día que descubrí Clandestino

Tenía 16 años la primera vez que escuché Clandestino.

Estaba fumando porros en la parte trasera del instituto con un par de amigos mayores. Uno de ellos tenía una minicadena vieja que soltaba más ruido que música… pero esa vez, algo diferente sonó por los altavoces.

Era Manu Chao.

Y algo dentro de mí cambió.

No era solo la música.

Era la voz.

La tristeza ligera. La alegría desesperada.

Esa mezcla de idiomas, de ritmos, de calle.

Esa misma noche busqué todo lo que pude sobre él.

Descubrí que antes de Clandestino, Manu Chao estaba en el fondo.

Su banda Mano Negra se había roto después de una gira caótica por Colombia.

Entró en depresión. Viajó sin rumbo: Europa, África, Sudamérica, Londres, Nápoles, México…

Probó el peyote. En Brasil estuvo a punto de quitarse la vida.

Y luego…

una vaca.

Una vaca en una favela de Río, según contaba en entrevistas.

Un animal tranquilo, dulce.

Ese encuentro absurdo y mágico lo sacó del abismo.

A mí, adolescente confundido, atrapado entre una familia gris y un deseo inmenso de libertad, esa historia me dio oxígeno.

Me enseñó que la vida no tiene que ser lógica para tener sentido.

Mis padres tenían trabajos normales.

Conversaciones frías durante la cena.

Sin música. Sin pasiones.

Pero Manu Chao…

Él era la vida que mi alma buscaba.

Viajar, grabar en la calle, vivir entre culturas, hablar varios idiomas, mezclarlo todo en un disco sin reglas.

Clandestino no fue grabado en un estudio de lujo.

Fue hecho en habitaciones alquiladas, cocinas, esquinas de ciudades, con sonidos callejeros y conversaciones robadas.

Cuando lo lanzó, las radios comerciales lo rechazaron.

Demasiado político.

Demasiado marihuana.

Y sin embargo…

Entró en el top 10 en Francia sin casi promoción.

Vendió más de 5 millones de copias.

Se convirtió en un clásico.

Y sobre todo:

inspiró a miles como yo.

Gente que no encajaba.

Gente que buscaba algo más que horarios y sueldos.

Gente que quería vivir con alma.

Aún estoy esperando mi encuentro con la vaca.

Pero algo me dice que La Melodía, el estudio que estoy soñando construir,

me va a acercar más que nunca a ese momento.

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