Música, vida y estudio en Cataluña

Algunas mañanas la música aparece antes de que yo decida trabajar. Puede ser el panadero de abajo golpeando las bandejas, la campana de la iglesia con ese mismo toque torcido que tiene desde que llegué, o los frenos del autobús número 7 soltando ese suspiro cansado en la esquina. Nada de eso está pensado, pero todo se cuela. Cataluña va a su propio ritmo, y tarde o temprano tus manos lo imitan.

Llegué pensando que encontraría un espacio de ensayo perfecto: silencioso, neutro, controlado. Lo que tengo es una habitación estrecha, con una pared tan fina que puedo escuchar cómo mi vecina discute con su tetera, y un balcón donde el viento convierte las partituras en algo entre percusión y caos. Al principio intenté aislarme. Ahora no estoy seguro de quererlo. Las filtraciones y las interrupciones tienen su propio tono, y se han colado en las canciones sin pedir permiso.

En la carretera pasa igual. Esos tramos anchos hacia Terrassa, el olor a pino que golpea fuerte después de una tormenta de verano, ese pequeño cambio en el aire cuando empiezas a subir a las colinas… todo acaba escondido bajo los acordes. No porque me siente a pensarlo, sino porque los lugares dejan huella aunque no te des cuenta.

Ya he escrito algo sobre esto: las largas pausas antes de tocar, el latido constante de la carretera y por qué siempre vuelvo al Re menor. Son historias pequeñas, pero dicen tanto de este lugar como de mí.

Si de verdad quieres saber cómo Cataluña moldea a un músico, deja el escenario un momento. Pasa de largo por la puerta del local y escucha las conversaciones a medias en la calle, el silencio de la plaza cuando las persianas están bajadas, el traqueteo de un tranvía alejándose de la Plaça de les Glòries. Ahí es donde se esconde la música de verdad: en los huecos que no notas hasta que decides buscarlos.